Pasamos la tarde del domingo viajando por las webs de los periódicos belgas y suizos para conocer… lo que estaba pasando en las elecciones francesas. Buceábamos en Le Soir, La Libre Belgique o Tribune de Genève, que nos iban transmitiendo las estimaciones de las encuestas a la salida de los colegios electorales (castizamente llamadas israelitas por estos pagos), los primeros resultados del recuento en las provincias de Ultramar, etc. Ahí nos enteramos de que Hollande había barrido en Guadalupe y en La Martinica, aunque Sarkozy había ganado en el voto de los franceses residentes en Nueva York… y todo ello nos lo contábamos en Twitter y en Facebook, donde había una especie de competición para dar el dato más reciente o el pronóstico más afinado. Y algunos amantes de las novelas de espías nos informaban, muy serios ellos, de que la temperatura a las 5 de la tarde era de 52º en Amsterdam y 48º en Budapest…
Y con nosotros, millones de ciudadanos franceses que saciaban su natural curiosidad por saber lo que pasaba en su país mirando la prensa de los países vecinos. Mientras tanto, los grandes medios de comunicación de Francia mantenían un solemne silencio (en Francia todo se hace solemnemente) por imperativo legal. Pintoresco, por utilizar un adjetivo suave.
Lo peor que puede pasarle a una ley es que no se cumpla. Y nuestras leyes electorales están repletas de normas antediluvianas (o precibernéticas, si lo prefieren) que han devenido de imposible cumplimiento en la realidad y son una invitación a la burla masiva y al regate transgresor.
Se pretende evitar que la publicación de encuestas influya sobre la decisión de voto de los ciudadanos. Nunca he entendido bien el porqué: es como si un consumidor no pudiera conocer la evolución del mercado cuando elige una marca, o un inversor no pudiera estar informado de las alzas y bajas de los valores hasta el último segundo antes de comprar o vender.
Las expectativas de voto forman parte, como cualquier dato de interés, de la información que un ciudadano tiene derecho a tener para decidir su voto. Y si alguien toma su decisión influido por o en función de los datos de las encuestas, ello es tan legítimo como tomarla por cualquier otro motivo. Votaré a este partido porque las encuestas dicen que va a ganar el otro; o al revés: no votaré a este partido porque las encuestas dicen que no puede ganar; o cualquiera de los múltiples y contradictorios razonamientos que los expertos atribuyen a los ciudadanos sometidos al influjo de las encuestas, y que describen en sus libros y columnas periodísticas con deslumbrantes nombres anglosajones (wandwagon, underdog, etc.)
Y uno se pregunta: ¿y qué? ¿qué tiene de malo que alguien conozca la intención de voto de sus congéneres un día antes o su declaración de voto en el mismo día de la votación? ¿que eso le influye en su propia decisión? Pues muy bien, que le influya: como cualquier otra cosa de las miles que entran por nuestros ojos y oídos a diario. Si ni siquiera somos capaces, como he dicho, de ponernos de acuerdo sobre cómo, cuánto y en qué sentido opera esa supuesta influencia de las encuestas…
Otra cosa, por supuesto, es que se garantice que lo que se da como resultado de las encuestas sea tal cosa y no la manipulación más o menos arbitraria o interesada de los datos. Para eso sí hay previsiones suficientes en nuestra ley, pero nadie las cumple ni las hace cumplir.
Pero más allá del debate sobre el fondo, es fácil constatar que estamos ante una prohibición sencillamente imposible de aplicar. Y como todas las prohibiciones impracticables, ridícula para quien la impone.
Nuestra legislación electoral está llena también de restos arqueológicos. Algunos incluidos hace muy poco tiempo, lo que hace la cosa aún más grave y nos obliga a pensar sobre la contemporaneidad de nuestros legisladores… cito algunos sin detenerme en los detalles:
1) Aquí también se prohíbe la publicación de encuestas durante los cinco días anteriores al de la votación –y por supuesto, ese mismo día. Gran noticia para los medios de comunicación de los países vecinos, webs más o menos apátridas, navegantes de las redes sociales y otras faunas en plena expansión.
Por cierto, se prohíbe publicar encuestas, pero no hacerlas. Así que los partidos y los medios pueden disponer de datos de última hora para influir sobre los votantes, pero estos no pueden tener acceso a esos mismo datos.
2) No sólo se establece un límite al gasto de los partidos en la campaña, sino que, con celo digno de mejor causa, la ley les dice en qué tienen que gastarse el dinero: esto en vallas y carteles, esto en radio, aquello en prensa… ¡el legislador convertido en estratega de campaña! Oiga, supongamos que yo respeto el límite pero decido gastármelo todo en una sola cosa, o prescindir de un soporte porque no me parece útil…pues no, usted se lo tiene que gastar en lo que yo le diga.
Y además, ni siquiera se han molestado en actualizar los criterios: tenemos una ley electoral que habla todo el rato de carteles, pancartas, periódicos, radios, televisión…la red no existe, la comunicación interactiva por móviles o por cualquier otro medio no existe, el siglo XXI no ha comenzado para nuestros legisladores.
3) En la última reforma han hecho algún hallazgo notable:
Por ejemplo, han decidido prohibir “la realización de publicidad o propaganda electoral” desde la convocatoria de las elecciones (55 días antes de la votación) hasta el inicio legal de la campaña (15 días antes). Una especie de “período de silencio” de 40 días con las elecciones ya convocadas.
¡Qué manía de prohibir! ¿Saben cuál es el resultado? Los partidos se vuelcan en hacer “publicidad y propaganda” en los medios convencionales antes de la convocatoria (lo que además ni siquiera se somete al control del Tribunal de Cuentas como gastos electorales, puesto que las elecciones no están formalmente convocadas, ni cuenta para el límite de gastos de campaña); luego, durante el “período de silencio”, burlan la prohibición en la red aprovechando la ignorancia cibernética del legislador; y vuelven a emerger con todo en los 15 días de la campaña.
Lo que pretendía ser una forma más de limitar y controlar el gasto electoral se traduce en lo contrario: un gasto más opaco, más extendido en el tiempo y más difícil de controlar.
Eso por no hablar de la fantástica ocurrencia de sembrar de obstáculos legales y burocráticos el voto de los residentes en el exterior, que ha conducido al brillante resultado de que en las últimas elecciones generales la participación de éstos haya estado por debajo del 5%.
Podría seguir. Pero alguna vez quizás consigamos convencer a alguien de que para asegurar la transparencia y la equidad lo que hay que controlar de verdad no son los gastos de los partidos políticos, sino sus ingresos. Seamos más estrictos en la regulación de los ingresos de los partidos (por ejemplo, en las siempre sospechosas donaciones); tengamos la certeza de que todos los euros que recibe un partido son limpios y que se conoce su procedencia; y a partir de ahí, que se lo gasten en lo que quieran siempre que sea legal.
Como ciudadano, me tranquilizaría saber que los partidos sólo reciben el dinero que tienen que recibir y de donde tienen que recibirlo; y me preocuparía mucho menos de controlar si se lo gastan en vallas, en cuñas de radio, en Internet o en invitar a sus militantes a gambas.
En esto, como en tantas otras cosas, no sólo hay telarañas en nuestra legislación, sino mucha demagogia legal y mucha liebre falsa para satisfacer el instinto anti-político del personal sin jugar con las cosas de comer.